martes, 19 de octubre de 2010

Samui.

Todo se rompe, nada funciona. Cuando caminas por las frías, solitarias y largas calles de la zona antigua de la ciudad y los acordes de aquella guitarra que Ryo acariciaba resuenan a la vez que tus propios pasos, sientes que puedes dar un paso más allá. Solamente necesitas hacer una cosa: no pensar. Déjate llevar y no te detengas. Pero algún día tendrás que pararte en medio de la acera y gritar con fuerza mientras lloras de rabia porque no te queda aire para seguir dando ni un paso más. Solo después de recuperarte de eso, después de dar una enorme bocanada de aire podrás continuar. El problema es que no hay ese aire que necesitas a tu alrededor. Es en ese momento cuando alguien aparece caminando tranquilamente con sus cascos puestos y moviendo con suavidad la cabeza hacia los lados al ritmo de su música, haciendo que su pelo negro y liso se mueva ligeraente, con las manos en los bolsillos de su gabardina azul marino y unas gafas sobre el puente de su nariz. ¿Podrá ayudarte? Solamente le miras. Pero él te comprende, por alguna razón. Y cuando sonríe, el lunar que adorna la parte de abajo de su ojo izquierdo desaparece debido a la amplitud de aquella sonrisa preciosa y perfecta llena de luz y calidez. Lo próximo de lo que eres consciente, es de que su mano lleva la tuya entre sus dedos. Y está caliente.

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