jueves, 31 de enero de 2013

Despierta sintiendo.

Escuchaba voces. Su subconsciente comenzaba a salir de un estado de letargo, de una especie de sueño corto demasiado profundo. Tardó en poder abrir los ojos del todo, después de parpadear más de dos y tres veces. Intentó moverse pero sintió los músculos atenazados, y también algo entumecidos. La cabeza dejó de darle vueltas un poco después, cuando fue capaz de fijar la vista en el suelo de madera y verse las rodillas. Estaba sentado pero... ¿dónde? Levantó la cabeza despacio. No muy lejos de él, una morena con el vestido completamente remangado en la cintura, mostrando la ropa interior y las medias hasta el muslo que llevaba puestas, golpeaba con los pies desnudos un bulto encogido en el suelo. Entornó los ojos cuanto pudo hasta distinguir la figura medio desnuda de Hikari. No llevaba puesto su vestido azul y negro, y tampoco las medias en sus piernas. Estaba de espaldas a él. Podía ver los moratones que empezaban a formarse alrededor de su columna vertebral. Las risas y ánimos de la gente que le rodeaba inundaron su cabeza. Llegó a pensar que si gritaba, nadie le oiría. 
- No, no, no, no... ¡Basta ya!
Los hombres dejaron de hablar al notar que se movía, intentando ponerse de pie. Le sujetaron por los hombros con fuerza y, ante la imposibilidad de mover las manos, no pudo hacer nada más que forcejear sin éxito. 
- ¿¡Qué demonios estais haciendo!? 
- Vaya, despertó el principito. 
La rubia golpeó el hombro de Hikari con el pie para que se diera la vuelta hacia el pelinegro. Tenía una brecha en la frente, en la zona donde nacía el pelo, que dejaba un reguero de sangre hasta su barbilla. Había algunos cortes superficiales en su pecho y marcas rojizas que pronto se volverían moradas. Y apenas respiraba. Sin embargo, lo que más le conmocionó fue su rostro. Ni una sola lágrima mezclada con sangre. "Esa es mi chica" pudo pensar.   
- ¿Qué te parece? Ahora que ya nos hemos desquitado suficiente con esa don nadie, ¿pasamos un buen rato juntos? - le dijo la morena, acercándose a él. 
Sabía de sobra que no le soltarían ni aunque le siguiera el juego a aquella maldita bestia, por lo que no se molestaría en fingir ni un poquito. No le daría ese gusto. 
- No soportais la idea de que Hikari os haya superado, ¿no es así? - la respondió -. No podeis aguantar que ella esté por encima de vosotras en la vida, ni que su existencia sea tan importante.
- Oh, por favor, deja de decir sentimentalismos, ¿quieres? Fíjate. Estos hombres están aquí por mí. Tendría un ejército si me lo propusiera. Si quisiera, podría matarla sin que nadie me cargara la culpa - siguió, arrodillándose delante de él para recorrerle la mejilla y el mentón con el dedo índice.
- Sí, pero cuanto te tumbas en la cama por las noches te sientes sola. Quien calienta el otro lado de la cama no es más que un trozo de carne sin otros sentimientos por ti que no sean el deseo y la lujuria. No es alguien que daría la vida por ti. 
- Silencio - le ordenó -. Ten cuidado con lo que dices.  
- Tu ambición te ha perdido y lo sabes. Y también piensas que no hay vuelta atrás, ¿a que sí? Por eso vives apegada al pasado y necesitas hacer cosas como estas para sentirte realizada, poderosa y por encima de los demás.  
- No te confundas. Gracias a mi ambición, poseo todo cuanto deseo - dijo ella, deslizando los dedos por el cuello del chico hasta su clavícula, y soltando el primer botón de la camisa del chico con el que se topó -. Y voy a poseerte a ti también. 
- No soy algo que puedas tener. Ni tú, ni nadie, maldita hija de puta. 
La mujer le golpeó en la cara y luego le cogió por la camisa, zarandeándole cuanto sus fuerzas la permitían. 
- ¿Quién te crees que eres, estúpido bastardo? - le siseó.
Él solo sonrió a medias. La mujer iba a golpearle de nuevo, pero escuchó a su espalda a Hikari tosiendo y se detuvo. Ambos se volvieron a mirarla, Yamashita más asustado que otra cosa. La chica estaba intentando ponerse en pie. Primero se sentó y trató de respirar hondo. Se limpió la sangre de su labio roto con el dorso de la mano y, después de parpadear despacio un par de veces, fijó la vista en los ojos del pelinegro. 
- Hikari... mi pequeña - susurró, mordiéndose el labio con rabia e impotencia.
- Al fin te dignas a despertar - le dijo, con la voz ligeramente cortada. 
- ¿Por qué...? 
- No se si llevan armas. Y aunque no las lleven, dormido eres un muerto fácil - susurró, encogiendo los hombros. 
- Lo siento - la dijo, comprendiendo a la perfección lo que pasaba. 
- No te disculpes. Pero sácame de aquí - le pidió, tragando saliva y haciendo una mueca de dolor al hacerlo -. Por favor. 
- No tardaré nada, te lo prometo. 
La rubia que seguía cerca de Hikari la sujetó de nuevo por el pelo y la arrastró hasta golpearla con la espalda en la pared. Y entonces la morena perdió la consciencia por completo. 
- ¡Hikari!    
- ¡Ya basta de jueguecitos! - gritó la rubia. 
- Ahora las tornas han cambiado - dijo la morena -. No te muevas demasiado. Esa chica no soportaría lo que mis hombres podrían hacerla. 
- ¿En serio crees que dejaré que la toquéis más de lo que ya lo habéis hecho? - susurró el chico, con una voz de repente amenazante. 
- La tenemos en nuestras manos, y si no quieres que...
- En el momento en el que te acerques a ella - la cortó el pelinegro -, soy capaz de matarte - susurró, peligrosamente cerca de sus labios. 
En ese momento de tensión, la americana del pelinegro cayó al suelo. Los dos segundos que los hombres tardaron en darse cuenta y en pensar "¿cómo?" fueron suficientes para que Yamashita se tirase contra la morena, acabando en el suelo con ella. Así, pasó el brazo por su cuello e hizo una ligera presión. Ella pataleó. Los hombres no se atrevieron a acercarse al ver la situación. Parecía que aquel chico sabía lo que hacía. El pelinegro entonces la obligó a ponerse de pie, despacio, casi tirando hacia arriba de ella por el cuello. La mujer llevó las manos hasta el brazo que apretaba su cuello, golpeándolo, sintiendo como poco a poco mermaba su capacidad de respirar, pero supo que no lograría hacer que la soltase. 
- No se si os importa lo suficiente esta zorra - les dijo a los hombres, que estaban preparados para saltar sobre él -, pero si es así, alejaos de Hikari. 
La rubia, que seguía a su espalda al lado de la chica inconsciente, hizo caso de lo que el pelinegro decía y pasó a su lado,  viendo a la morena empezar a ponerse colorada ante la falta de aire. 
- Suéltala, la vas a matar - le espetó la rubia. 
- ¿Acaso no es lo que intentabais hacer con mi chica? 
- Solo queríamos saldar cuentas. Es lo justo. 
- Le hicisteis la vida imposible, fuisteis la peor de las piedras en su camino... ¡y aún así, no contentas con eso, teníais que llegar hasta esto! - rugió -. Ella estaba aquí para olvidar. Vino para intentar ver que las cosas habían cambiado. Pensando que podría olvidarse de todo si lograba enfrentarse a vosotras. 
- Y es lo que hemos hecho. Le hemos dejado el enfrentamiento en bandeja, ¿qué más quieres?
- Se puede enfrentar a una persona con solo mirarla a los ojos y poder sonreír delante de ella. 
- Ah, que venía a restregarnos su felicidad en la cara - interpretó la chica -. Pues mira, nos lo hemos ahorrado, menos mal. 
Yamashita se dio cuenta de que no iban a entender nada de nada. Después de apretar un poco más el brazo, soltó a la chica morena, empujándola contra los cuatro hombres. Ella empezó a toser, desesperada por volver a respirar bien. El pelinegro dio un par de pasos hacia atrás, acercándose a Hikari pero sin darle la espalda a aquellos tipos.
- ¿Qué hareis? ¿Os vais? ¡Os quedais? ¿Qué? - preguntó el pelinegro. 
- Matadlo - susurró la morena, mientras seguía en el suelo intentando respirar. 
Yamashita sonrió a medias. Si querían guerra, la tendrían. Los cuatro hombres habían conseguido mantenerle sujeto hasta entonces porque estaba inconsciente y atontado. Pero ahora, en una situación de riesgo como aquella, la adrenalina corría por sus venas con demasiada rapidez. No es que fuera un luchador profesional, pero había tenido que dedicar mucho tiempo a diferentes deportes que le habían dado unos reflejos y velocidad extraordinarios, y después de haberse preparado a conciencia en un gimnasio de boxeo, algo le decía que podía plantar cara a aquellos hombres. Y más cuando la razón detrás de eso, era protegerla a ella.

Lo primero que sintió cuando su consciencia comenzó a volver fue calor. Un calor que reconocería en cualquier parte. Los recuerdos de lo que había vivido y sentido se agolparon de repente en su mente y en su corazón apenas fue consciente de que estaba viva. Aún asustada, se incorporó de forma violenta. Sintió un tirón en cada músculo de su cuerpo y dejó escapar un grito. El calor del que se había separado volvió rápidamente contra su espalda. Abrió los ojos despacio cuando él la sujetó el rostro para que le mirase de frente. 
- Eh, eh, tranquila, ya pasó. Se han ido.  No llores, por favor - la dijo con voz suave, apartándola las lágrimas de las mejillas. 
- Es que me duelen los ojos - se quejó. 
- Serán las lentillas - recordó él -. Quítatelas. 
- ¿Y dónde las dejo?
- ¿Qué más da eso ahora? De todas formas te quedaba apenas una semana para poder usarlas. 
Ella no se sorprendía de que él supiera aquel dato tan exacto. Con respecto a eso, era tremendamente estricto. Ya que ella se ponía lentillas por él, no quería que encima la pudieran hacer daño. Hikari atinó a sacarse las lentillas sin mirar después de unos cuantos minutos intentándolo. Las dejó sobre el banco que más cerca tenía y le miró, parpadeando. Veía un poco mal, pero suficiente para mirarle a él.  
- ¿Qué ha pasado? - quiso saber.
- Hemos ganado la batalla, mi general - sonrió él, acariciándola la mejilla. 
La chica exhaló todo el aire de sus pulmones y cerró los ojos antes de inclinarse hacia él para apoyar la frente contra sus labios.  El pelinegro estaba apoyado contra una pared recubierta de tablones de madera, y sentado en una colchoneta que había tendido allí para estar más cómodo. Ella ocupaba el hueco entre sus piernas, había dormido apoyada contra su pecho desnudo. La camisa blanca que llevaba ahora cubría el cuerpo de Hikari, la parte de arriba, mientras que la americana la había tapado las piernas para que no tuviera frío. 
- Menos mal que estás bien... - susurró ella contra su cuello.  Mantuvo los ojos abiertos y vio un par de marcas en su cuerpo. Se había peleado con aquellos hombres y le habían golpeado. Pero para ocultarlo de su vista, se había curado a conciencia el labio roto y creía que había disimulado a la perfección la pequeña herida que tenía en la ceja. Sin embargo a ella no podía ocultarla nada, aunque comprendía que intentase no preocuparla por lo que fingiría no haber visto nada y simplemente, seguiría considerándole su héroe.
- No me preocupa precisamente cómo estoy yo, pequeña inconsciente - la espetó él, sin levantar el tono. 
- No me digas eso. No tenía más remedio que aguantar. 
- ¿Por mí?
- ¿Acaso no es obvio? - se quejó, incoporándose a mirarle -. Siempre te gusta preguntar las cosas obvias - añadió. 
- Solo quería oír de tus labios que me quieres, nada más - dijo él, devolviéndola la profunda mirada. 
- ¿No lo he demostrado luchando con todas mis fuerzas por ti? - le preguntó, ladeando la cabeza. 
- Has dado demasiado por mi - hizo notar él. 
- He dado todo de mí. Y no me arrepiento de nada - le aseguró. 
El pelinegro sintió unas irrefrenables ganas de besarla pero se conformó con su frente de nuevo.
- ¿Me has curado las heridas? - preguntó ella entonces, al ver su muñeca derecha vendada y algunas gasas sobre los cortes de su pecho. 
- ¿Quién es ahora la que pregunta cosas obvias? - dijo él. La chica alzó una ceja y le miró, con cara sarcástica. Él sonrió y la acarició el pelo -. Sí, sí, lo he hecho - respondió -. Encontré un botiquín en el baño. 
- ¿Has roto el candado? - indagó la chica, mirándole fijamente. Aún recordaba ese pequeño detalle. 
- Solo un poco - contestó el pelinegro, carraspeando un momento -. Pero era necesario. 
- Está bien, no seré yo quien te eche la bronca, tranquilo - dijo, acariciándole suavemente el cuello.
Él cerró los ojos ante aquel roce.     
- ¿Cuánto tiempo llevo durmiendo? 
- Solo tres cuartos de hora. Parece que en este estado, después de desmayarse, tu cuerpo no puede descansar. Instinto de supervivencia. 
- Supongo - susurró la chica, volviendo a dejar caer la cabeza en el hombro de él. Era donde más cómoda estaba y donde menos tendencia a recordar tenía. 
Él la acarició el pelo con suavidad, apoyando los labios contra su cabeza. 
- Siento mucho que haya pasado todo esto. 
- No ha sido culpa tuya - respondió ella -. No sabías que podía pasar. 
- Debí fiarme de tu instinto cuando me dijiste que era mejor no hablar con ellas. 
- Si no lo hubiera hecho, tal vez estuviera arrepintiéndome.
- ¿Tú crees?
- Sí. De alguna manera, con todo esto me he demostrado a mí misma que nada puede vencerme. Que no pueden hacerme vacilar solamente por un miedo que pasé y superé hace muchos años. Puedo enfrentarme a lo que sea. Y eso me hace pensar que estoy completamente loca. 
- Sí, puede ser. Pero eres mi loca favorita - aseguró, dándole un abrazo al pasar los brazos por su cintura. No quiso apretar demasiado, por los moratones que adornaban su piel blanquecina y que todavía la durarían bastantes días.          
- Eso es malo, mi estado de locura supone que soy capaz de hacer cualquier cosa, me siento así - le advirtió, levantando la cabeza para mirarle a los ojos. 
- No, mientras seas tú, entonces no me importa lo imposible que pueda ser cada locura que se te ocurra hacer - dijo, inclinándose sobre ella -. Estaré contigo pase lo que pase.
Besó sus labios con suavidad, apenas rozándolo por las heridas abiertas que tenía. Ella se quejó en un ronroneo por el beso tan casto, pidiendo más, pero también la dolía ligeramente abrir la boca por lo que dejó que él cuidase de ella y no pidió ni forzó un beso de verdad.  
- Puede que no sea el momento pero... aún hay una fiesta ahí arriba - la recordó. 
- No tengo ganas de volver, pero lo haré. No soy ninguna víctima de nada - aseguró. 
- Y habías quedado con Izumi.
La chica abrió la boca pero no dejó escapar ningún sonido. Él se rió. 
- Me va a matar - dijo. 
- No lo hará si le cuentas...
- No - le interrumpió -. Ella no debe saber nada. Bastante tiene con su pasado y sus propios recuerdos dolorosos como para encima saber que ha pasado esto. Por favor, Yamashita. No se lo cuentes. 
- De acuerdo, si tú me lo pides, no lo haré. 
- Gracias - sonrió ella. 
El chico se levantó primero. La ayudó despacio a ponerse en pie y una vez que se sostuvo ella sola, el pelinegro la tendió el vestido. Por suerte, lo habían dejado sobre el banco sin romperlo ni nada por el estilo. Él volvió a vestirse conforme ella se quitaba su ropa y se ponía la suya. Tendría que ir sin las medias, las cuales en realidad la habían quitado haciéndolas trocitos. Al verlas de reojo, el chico no pudo evitar preguntar. 
- ¿Por qué te desnudaste?
- Porque lo dijeron - contestó con simpleza.
- Oh, por dios, ¿hubieras hecho absolutamente cualquier cosa, Hikari? -Su voz sonaba seria. 
- Por supuesto que sí - dijo, como ofendida -. Te he dicho que por ti...
- Me da miedo - la interrumpió -. Me da miedo lo que puedas llegar a hacer por mí. 
- A mí también me lo da hasta dónde llegarías tú por mí. Y no creo que necesites que te recuerde que la última vez arriesgaste demasiado, ¿verdad, Yamashita?
El chico contuvo la respiración un momento. Tal vez, solo estaban completamente locos. 
Al subir, la chica se detuvo en el vestidor. Sacó del bolso las gafas y se las puso. Así veía mucho mejor, aunque distinguiera las cosas a la perfección sin ellas, tenía tendencia a marearse si no las llevaba mucho tiempo. Hikari se aferró con fuerza a la mano del pelinegro cuando volvieron a salir al patio.
- ¿Estás bien?
No veía por ningún lado a aquellas dos mujeres, y no podría negar que se sintió aliviada. Pero también sentía que aquel patio ya no era ninguna barrera para ella, ningún obstáculo que la hiciera quedarse atrás, atrapada entre la realidad y una pesadilla eterna. 
- Muy bien - le sonrió. Él la colocó el pelo de forma que la herida de la frente no se viera demasiado. Al llevar puesta una chaqueta corta encima del vestido, los moratones quedaban ocultos, y la venda no llamaba demasiado la atención, por suerte.  
Hikari vio a la gente bailando en el patio cubierto y distinguió a Sho e Izumi un poco más allá, cerca del árbol enredadera que subía por la pared hasta la verja de la casa de al lado. 
- Creo que voy a intentar hacer que no me mate demasiado - le dijo al pelinegro, señalándole donde estaba su amiga. 
- ¿Cómo?
- Mira, vienen hacia aquí. Vamos, sube conmigo a la sala desde donde están poniendo la música, corre. 
- Estás tú para correr - la recordó, siguiéndola por una pequeña puerta metálica después de subir tres escalones. 
Aún tuvieron que subir un piso más arriba y buscar una sala donde había un chico con unos cascos enormes poniendo música desde un ordenador. 
- ¿Hikari? - se sorprendió el muchacho. 
- Supuse que seguirías haciendo esto, como de costumbre - sonrió ella -. Necesito un favor. Ponme una canción. 
- ¿Cuál?
La chica se agachó en el ordenador y la buscó. 
- Esto es... moñas - se quejó el chico.
- Vamos, por favor - le insistió. 
- De acuerdo, de acuerdo. 
Cuando la canción que estaba sonando terminó, el chico presentó la siguiente canción. Hikari se asomó a medias desde la ventana para ver en el patio la reacción de la gente mientras empezaba a sonar la música. Sho e Izumi bailaban juntos entre las demás parejas, de una forma que parecía deslumbrar. Por suerte, a ella no podían verla. Yamashita entonces se acercó a ella por la espalda y la cogió entre sus brazos. 
- ¿Qué...?
- ¿Bailarás conmigo?
- Estás loco, no sé bailar - se quejó, aunque sonriendo. 
- Ambos estamos locos así que, hagamos esas locuras que tenías pensadas. 
- ¿Una de ellas es que salgas con moratones en los pies de mis pisotones? - le preguntó. 
- Una de ellas es dejarme llevar por ti hasta el mismismo infierno. 
La chica echó los brazos alrededor del cuello del pelinegro y le besó. A la mierda las heridas. Se quejaría después. Pero disfrutaría de aquel roce mientras fuera dulce en lugar de doloroso. Él empezó a moverse despacio y ella solo le siguió. Sin pensar en nada. Olvidando todo. Despacio, a su ritmo, solamente sabiendo donde estaba el otro por la cercania, el calor, el abrazo y la pasión de sus labios.                   
  


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Cuando intentar ser quien no eres sale mal, solo hay una solución. Ser tú mismo.