viernes, 5 de abril de 2013

Recordaré el amor que tú me enseñaste.

La mañana empezaba como cualquier otra. Bajó de la moto al quitar la llave del contacto y se quitó el casco. Sacudió la cabeza para apartarse el pelo negro de los ojos y guardó las llaves en el bolsillo de la cazadora de cuero que llevaba puesta. Sin quitarse los guantes negros también de cuero que dejaban al aire sus dedos, guardó el casco y se colocó la mochila sobre el hombro izquierdo. En ese momento del día era cuando la vida comenzaba a parecerle totalmente absurda. Para no variar, los estúpidos seguidores del líder de la clase A aparecieron por la puerta del instituto. Iban a buscarle como cada día para intentar darle una paliza. Estaba algo aburrido de eso, día tras día, aunque le ahorraban horas de gimnasio. Y todo porque el estúpido que les ordenaba ir a intentar patearle el culo había sido rechazado por unas cuantas chicas que habían demostrado abiertamente su interés en el pelinegro. Odiaba los asuntos de faldas, nunca tenía la culpa pero siempre se la echaban. Como si ser frío y distante con las chicas fuera bueno en lugar de malo. Ya no sabía qué hacer para alejarlas de él; solo quería vivir un poco en paz en el instituto, ya que no gozaba de eso en su casa... si es que a aquello que él tenía le podía llamar casa. Unos padres desinteresados por él, una vida totalmente libre pero encadenada en cierta manera. Sacudió la cabeza antes de recordar que se odiaba a sí mismo. Por aceptarlo y no cambiar aquello que no podía soportar. 
El pelinegro asió con fuerza la correa de la mochila y siguió caminando hacia la entrada, hasta que los chicos, que definitivamente iban a por él, le rodearon por completo. Uno de ellos llevaba a rastras a otra, que parecía intentar soltarse del amarre del chico. Éste empujó a esa persona hacia él antes de colocarse en su sitio para cerrar el cerco. Aquel cuerpo, más bajo que él, chocó contra su hombro sin hacer ningún ruido. El pelinegro se detuvo a mirarla. Era una chica morena de ojos color chocolate, cargada con unos cuantos libros y vestida con el uniforme del instituto. Aquello sí era variar. ¿Desde cuando le llevaban compañía? Ella levantó la mirada hacia él y el pelinegro la notó tragar saliva. Todo el mundo hacía lo mismo al ver sus ojos. Parpadeó y apartó la mirada de ella. Parecía que esa chica se habia ganado como enemigo a alguien cercano al líder de la clase A. Seguramente ese membrillo había enviado a sus gorilas a por ambos aprovechando la coyuntura. Como matar dos pájaros de un tiro. Pero nadie movía un solo dedo. Daban realmente asco. El pelinegro se cansó de esperar. Miró alrededor y levantó un dedo para ir contando a los que eran. Luego suspiró. 
- Doce contra uno - dijo, sin levantar la voz, con un tono grave pero suave -. Nunca aprendereis - añadió, mirando directamente a los ojos al pardillo que tenía delante y se creía más hombre que él por ser el capitán de uno de esos equipos de descerebrados con demasiados músculos.
- Dos - le corrigió la chica, intentando dejar claro que aquellos tipos también iban contra ella. 
Él la miró un momento, ligeramente sorprendido por la declaración de guerra de la muchacha. Ella le miraba desafiante, como si le fuera a pegar si se le ocurría reírse de ella por hablar de darle una paliza a aquellos tipos los dos juntos.
- De acuerdo, dos - se corrigió él, demostrando que no iba a subestimarla -. ¿Y bien? ¿Pensais acabar hoy o vais a pensarlo mejor y a dejarnos entrar en clase?
- No siempre podrás vencer - le dijo el capitán de aquella manada de descerebrados. 
- Podemos comprobarlo si quieres. 
El pelinegro dejó caer la mochila al suelo. Al mirar hacia ella se encontró con el cuello de la chica a la altura de sus ojos. Había dejado la pila de libros que sostenía junto a su mochila. 
- Soy Keiko - se presentó con un hilo de voz. Un susurro que le hizo sentir un escalofrío repentino. 
- Ryu - dijo solamente él.  
Ella le sonrió con la mirada. La morena pensaba defenderse también. Una grata sorpresa. Mientras él se colocaba para hacer frente al capitán, ella se movió hasta su espalda, cubriéndola. No era muy amigo de luchar en equipo, tenía esa extraña a la vez que estúpida sensación de que solamente él era capaz de protegerse de todo y de todos. Sin embargo, ya que habían llegado hasta allí y ambos tenían que salir bien parados, sería lo mejor confiar un poco en ella. Ryu dio un paso hacia delante y cinco de ellos se echaron sobre él. El pelinegro se dedicó a patear traseros mientras esquivaba golpes fuertes pero sin ningún tipo de orden ni técnica. Un par de ellos se echaron sobre él para intentar amarrarlo. Le cayeron unos cuantos golpes mientras se deshacía de esos dos, pero otro más se sumó a ellos y el chico sintió, por primera vez, que estaba peleando sin ningún tipo de espíritu, ni siquiera por supervivencia. Estaba harto. Dio un giro sobre sí mismo en un último intento de soltarse pero no lo consiguió. Levantó la mirada un momento y vio a esa chica. Mejor dicho, lo que había bajo su falda. Ella usaba las piernas para pelear. Era una buena manera de mantener alejados a aquellos bigardos que con un puñetazo podrían dejarla inconsciente. Su forma de moverse no era demasiado elegante, pero funcionaba a la perfección. Sus golpes eran fuertes y no parecía flaquear ante aquellos que no podía esquivar y la golpeaban. El chico respiró hondo antes de intentar soltarse de nuevo. No podía dejar que una chica le dejase en ridículo. Con un par de giros inesperados y estratégicos, logró escabullirse de aquella manada de lerdos. Les invitó a volver a por él con la mano. Esta vez tenía intención de dejarlos ko absolutamente a todos. De repente, sintió un empujón contra la espalda. Al mirar por encima del hombro vio a la chica apoyada contra él y delante, al capitán. ¿Cuándo le había perdido de vista? El chico movió el brazo por encima de la cabeza de Keiko y le golpeó en la cara con los nudillos. El capitán se apartó de la chica, trastabillando y casi cayendo al suelo. Fue entonces cuando Ryu se dio cuenta de que llevaba un cuchillo en la mano. Bajó la mirada rápidamente hacia la chica y vio que sostenía contra su abdomen un libro. Suspiró. Aquel trozo de papel les había salvado la vida a alguno de los dos. El pelinegro sujetó contra su cuerpo a la chica y luego echó un vistazo a su alrededor. Solamente había dos que podían ponerse de pie, y salieron corriendo. Los demás se arrastraron hasta el patio trasero del instituto, entre gemidos de dolor y maldiciones. 
- Podían aprender - dijo la chica, sacudiéndose la falda y abrochándose la chaqueta del traje -. Ha sido un placer - dijo, al darse la vuelta para mirarle -, Ryu. 
Después de una sonrisa, la chica cogió los libros del suelo y desapareció dentro del instituto. ¿Qué había sido eso? Estaba acostumbrado a tener que quitarse a los parásitos femeninos de aquel instituto de encima. Sin embargo, aquella chica apenas se había fijado en él. Para él, era mejor así. No quería tener nada que proteger. Aunque aquella chica no necesitaba precisamente protección. Sacudió la cabeza y recogió la mochila. El libro que había usado para evitar la hoja del cuchillo había quedado tirado en el suelo. Él lo recogió, por curiosidad, y antes de poder mirarlo, la campana le sacó de su tranquilidad indicándole que era el último aviso para subir a clase. Metió el libro dentro de la mochila y entró en el instituto.   

Cerró lo que antes había sido un libro con cuidado después de haber leído la última frase de la canción desesperada. No quería romperlo más de lo que ya estaba. Aquella edición posiblemente fuera una de las pocas que habría en el mercado. Tenía muchas de las obras del autor, todas llenas de notas alrededor. La letra de la chica era bastante bonita, pequeña pero redonda y fuerte. Se preguntaba por qué lo habría dejado. A pesar de estar rajado de lado a lado, algunas notas se podían leer todavía. Tal vez las necesitara para una clase o algo así. Y algo le decía que esa chica no era precisamente del tipo de persona que olvidan algo así. Cuando resonó el timbre del final de las clases se preguntó a sí mismo qué demonios estaba haciendo. Pensar en una chica no era su estilo. De hecho, él no tenía ningún estilo. Siempre espantaba a las chicas siendo frío y se creaba odios entre los chicos sin querer. Se había acostumbrado desde joven a estar solo, a vivir en una casa y un ambiente donde absolutamente nadie pensaba en él. Todas las personas en las que una vez había intentado confiar, al final siempre le habían traicionado de una manera u otra. Era inevitable, estaba en la naturaleza del ser humano. Sin embargo, sabía que esa estúpida cosa llamada esperanza todavía se escondía en un recoveco de su corazón. Sino, no estaría pensando en aquella morena después de haber sentido un lazo de confianza con ella esa misma mañana, cuando había puesto su espalda en sus manos sin dudar un solo momento y además, le había librado de una  buena herida que daría demasiados problemas. 
Suspiró y se echó la mochila al hombro después de ponerse la cazadora de cuero. Comprobó que las llaves estaban en el bolsillo y bajó las escaleras. Al llegar a la puerta vio un grupo de chicas con paraguas haciendo corrillo en la entrada. Así que estaba lloviendo. Pudo verlas mover los pies con ánimo y levantar agua e incluso algo de barro del suelo. ¿Las niñas pijas de primero jugando en el barro? Algo no cuadraba. Caminó hasta la entrada para salir, intentando que nadie se diera cuenta de que estaba allí, y entonces se dio cuenta. Lo que no encajaba. Dejó caer la mochila en el escalón de la entrada y una de ellas se dio cuenta. Al girarse y ver aquellos ojos de hielo en el chico, se asustó. Instó a las demás a salir corriendo mientras gritaban como niñas estúpidas. El chico llegó de dos zancadas hasta ella. Tumbada de lado, la morena apenas respiraba. Estaba llena de barro y completamente empapada. Estuvo a punto de sacudirla por los hombros pero al final la sujetó y la incorporó. Ella hizo un sonido ronco de dolor, pero no abrió los ojos. 
- Keiko - la llamó, zarandeándola suavemente -. ¡Keiko!
La chica trató de abrir los ojos, pero no pudo. Sin embargo, le reconoció por la voz.  
- Oye, aguanta. ¿Qué te ha pasado?
- Yo... bien, solo...
Keiko parecía hacer movimientos involuntarios con el cuerpo, como si tratase de levantarse. Cosa que en aquel estado, sería poco probable.  Logró llevar la mano hasta la camisa del chico y trató de aferrarse a él.
- Espera, cálmate, no te muevas - la dijo, sujetándola más fuerte contra su cuerpo. 
- Ryu... - Aquel murmullo fue como un catalizador de sus nervios. Por alguna razón, sus manos empezaron a temblar con fuerza. Podía notar que algo no iba bien, que aquello no era solamente una escaramuza con cuatro niñas. 
- ¿Qué te ha pasado, eh?   
En ese instante, la mano de la chica dejó de hacer fuerza contra su ropa. Él se asustó.  
- ¡Keiko!
Al ver que no reaccionaba ni abría los ojos, intentó levantarla sujetándola por la cintura. Ella gritó de dolor contra su hombro, a pesar de estar casi inconsciente. El chico miró hacia su cintura y vio que su mano estaba cubierta de sangre. Tragó saliva con dificultad. Soltó el botón de la chaqueta de la chica y vio toda la zona izquierda de la cintura de Keiko llena de sangre, manchando la camisa blanca. Maldijo en voz baja. Sin ponerse a pensar, pasó la mano bajo las rodillas de la chica y la levantó del suelo. Apoyándola contra él, el pelinegro volvió dentro del instituto. Por suerte para la chica, la enfermería de aquel sitio era como una sala de hospital. Por casos como aquel, los directivos habían decidido habilitar una sala especial donde los golpes, heridas y demás "contratiempos" quedasen curados y olvidados a ojos del mundo. Pero tal vez, más de una persona hubiera muerto en aquella cama; si se lo decían, no lo dudaría. Porque así de cabrones eran en ese lugar. 
La enfermería aún estaba abierta. Pero empezaban a apagar las luces del resto del instituto. Algo le decía que esa noche, ninguno de los dos volvería a casa. Cerró la puerta de la sala y tumbó a la chica encima de la primera cama. Se quitó la cazadora empapada por la lluvia y la corbata, que le ahogaba, y luego empezó a rebuscar entre los cajones y los armarios. Puso en una bandeja plateada cuanto creyó que iba a necesitar, como vendas, algodones, gasas, puntos para pegar y desinfectante en litros, y volvió a acercarse a la cama. Sin que las manos le temblasen ya, le quitó a la chica la chaqueta y la camisa, junto con la corbata. La herida estaba en el lado izquierdo de su cintura. Por un instante recordó el cuchillo que aquel descerebrado llevaba en la mano. Había traspasado el libro. Esa chica estaba loca si llevaba todo el día con aquella herida abierta. Se dio cuenta de que Keiko empezaba a ponerse pálida, y fría. No podía hacer aquello él solo. Si quería salvarla, tendría que hacer lo único que estaba en su mano en esa situación. Salió corriendo de la enfermería y recorrió medio instituto buscando a la estúpida de la enfermera. No era más que una veinteañera con poca experiencia pero enchufada por algún jefe. Sin embargo, sabía más de aquello de lo que podría saber él. Se detuvo un momento a respirar al bajar las escaleras de la salida principal. Y entonces la vio, abriendo el paraguas para irse. Corrió hacia ella y le pasó los brazos por los hombros, abrazándola por detrás. 
- ¿¡Qué...!?
- Mana - la susurró al oído, con la voz entrecortada. 
- ¿Kagura? - le reconoció. 
- Necesito tu ayuda. 
- ¿Qué demonios...?
- Dime qué es lo que quieres - la interrumpió él, dejando que se girase entre sus brazos -. Te lo daré. Pero ayúdame.
No fue consciente de la razón exacta por la que le estaba ofreciendo un trato como aquel a esa mujer que solamente deseaba desnudarlo en la enfermería y jugar con él. Pero sentía que si no podía salvar a Keiko, lo lamentaría el resto de su vida. Y lo que él pensaba sobre los tratos como aquel... Mana no lo sabía. Solamente se dejó embaucar con facilidad por su encanto. Y era cuanto a Ryu le importaba. La mujer sonrió de forma torcida, pasándole un dedo por la barbilla y bajándolo por su cuello. Verle con la camisa mojada y pegada al cuerpo, delante de ella pidiéndola un favor, era más que un sueño, al punto de que no podía disimular su emoción. Él tiró de ella antes de que siguiera haciéndose ilusiones y la llevó hasta la morena. Mana no puso ninguna objeción a curar a Keiko. A ella le daba lo mismo, solamente quería a Ryu. El chico no se quedó quieto en una esquina, viendo a la enfermera trabajar. Bajó hasta la entrada para recoger su mochila. No pudo encontrar los libros de Keiko. Se acercó a las taquillas de los descerebrados del equipo de fútbol y abrió una de ellas, sin mirar de quien era siquiera, para coger una camisa limpia. Se la puso, sin meterla por dentro del pantalón y abrochando apenas los tres últimos botones. La suya, húmeda por la lluvia, la metió en la mochila. Aprovechó el viaje para coger un uniforme limpio para Keiko. Lo sacó de la taquilla de alguna muchacha de otro equipo; eso realmente le daba lo mismo. Antes de volver y sin que pudiera explicárselo de alguna manera razonable a sí mismo, sus pies le llevaron hasta aquel sitio que no había pisado nunca. La biblioteca del instituto. 
Volvió a la enfermería y, sin interferir en el trabajo de Mana, se quedó apoyado en la pared, pero sin ser capaz de apartar la mirada de Keiko. Mana había tenido que ponerle una bolsa de sangre por vía intravenosa. ¿En qué demonios estaba pensando esa muchacha? ¿Cómo no se la había ocurrido ir a un hospital apenas había sucedido la pelea? ¿Acaso era estúpida? ¿O de verdad quería morir? Supo, aunque no era nada típico en él, que cuando despertara se lo preguntaría directamente. Sentía un anhelo dentro por saber más cosas de aquella loca suicida que sabía pelear y leía a Pablo Neruda. Y sobre todo, por conocer a la mujer que había confiado en él. 
Mana se quitó los guantes de látex y corrió la cortina. El ruido hizo que Ryu levantase la cabeza. Con la luz de la luna entrando por el ventanal y una pequeña luz dentro de la cortina de la cama de Keiko, Ryu pudo ver la silueta de Mana moviéndose de una forma sensual y provocativa hacia él. La mujer sonreía mientras se acercaba. El pelinegro no se movió. Ella le pasó los brazos alrededor del cuello para empinarse sobre sus labios. Los rozó suavemente e hizo un sonido de regodeo. Allí le tenía. Para ella. 
- ¿Por qué te has ofrecido tan de repente? - le susurró. 
- No me he ofrecido - hizo notar él -. Dije que haría lo que me pidieras. No me estaba refiriendo a nada en concreto. Mucho menos a esto. 
- No tienes que ser tan frío. Puede que te de vergüenza estar con una chica unos años más mayor que tú pero no tienes que preocuparte - le dijo contra el cuello, antes de besárselo. 
- ¡Ja! ¿Preocupado? ¿Vergüenza? He tenido antes a chicas como tú, Mana. Y lo sabes. 
- Eso te hace sentirte tan orgulloso... - sonrió ella, buscando otra vez su boca a la vez que pasaba las manos bajo la camisa del pelinegro, rozando con los dedos la espalda desnuda del chico
Ryu puso los ojos en blanco. Si eso era lo que quería, él se lo daría. Iba a jugar con ella. Pero con sus reglas. La sujetó por los brazos y la arrinconó contra la pared. Puso una mano a cada lado de su cuerpo y se agachó a besarla, en un contacto realmente asfixiante. Ella, perdida ante el roce de Ryu, no fue capaz de atinar a colocar las manos en alguna parte de la anatomía del pelinegro. Él, por su parte, la dejó respirar un segundo antes de volver a besarla y, esta vez, abrió sus piernas usando la rodilla derecha. La dominaba por completo, con más facilidad de que la podría haber imaginado. Como había esperado de Mana, ella se dejó hacer. No soportaba a aquel tipo de mujer. Una vez la tuvo ante sus ojos, jadeando y suplicando con movimientos sensuales de su cuerpo, el chico se separó de ella, limpiándose los labios con el dorso de la mano. 
- Ryu... vamos...
- Lárgate - susurró él. 
- ¿Qué? ¿Qué dices? 
- Que te vayas. Ya te he dado más de lo que me hubiera gustado. 
- Solo acabamos de empezar - hizo notar ella. 
- No voy a darte lo que me pides, Mana. 
- ¿Eh? ¿Por qué no? Podemos pasarlo tan bien - le provocó, intentando convencerle, mientras le abrazaba por la espalda. 
- No - repitió el pelinegro, tajante, apartándose de sus brazos -. No voy a acostarme contigo. 
La mujer cambió rápidamente de humor al ver que no conseguiría lo que tanto había anhelado. Lo que él acababa de encender deliberadamente en todo su cuerpo.    
- ¡Me lo debes!   
- No te debo nada - la cortó él -. Y no grites. No quiero que despiertes a Keiko.
- ¿¡Por qué!? 
- Shh - repitió Ryu -. Mana, no se si te estás dando cuenta, pero estás pidiéndole favores sexuales a un menor de edad. 
- No, has sido tú quien los ha ofrecido - le recordó. 
- No tengo consciencia de haberlo hecho - mintió -. Y puedo decir, sin ningún tipo de pudor, que intentaste seducirme y abusaste de mí. 
- ¡Tú...! No serás capaz... - dijo, con la voz nerviosa. 
- Sal de aquí. Ahora - insistió él. 
La mujer se acercó a él y le cruzó la cara. Él, burlándose, sonrió a medias, sin molestarse. Mana dio un último grito de rabia y salió de la enfermería pisando con fuerza el suelo, como si creyera que le estaba pisando la cabeza a él. Sin embargo, si aquel niño se creía que podía jugar con ella, estaba muy equivocado. Echó a andar por los pasillos del instituto, taconeando con fuerza. Ryu suspiró cuando dejó de escuchar ese sonido.  Se acercó a la cortina de la cama de Keiko y tiró de ella para apartarla. La chica parecía dormir plácidamente. La bolsa con la sangre ya estaba vacía y, antes de intentar acostarse con él, Mana le había extraído la aguja del brazo a Keiko. El pelinegro se sentó a medias en la cama, al lado de la chica y acercó la mano a la herida. Reconocía que odiaba a Mana, pero era profesional en cuanto a la enfermería se trataba. Le había dejado la herida perfectamente desinfectada y cosida a la chica, tapada con un pequeño vendaje. Podía estar seguro de que Keiko se recuperaría. Eso le aliviaba. Había dejado de preguntarse ya el por qué. No le encontraría la lógica. Ellos no habían hablado más de dos palabras. Puede que ni siquiera eso. Y sin embargo, allí estaba, incapaz de separarse de Keiko. Solamente sabía sin ninguna duda que le alegraba que esa chica estuviera bien. 
Inconscientemente acercó la mano para rozar la de ella. Entonces se dio cuenta de que seguía llena de barro. Buscó en las estanterías algunas toallas y llenó el lavabo que había allí con agua y jabón. Usando las toallas, limpió despacio todos los rastros de barro que quedaban en el cuerpo de Keiko. En las manos, en el cuello y en la cara. Rozaba su piel como si fuera de porcelana, a pesar de sentirla cálida bajo el tacto de sus dedos. Al pasar los dedos por su cuello pudo notar el pulso contra su piel, su respiración tranquila, lo cual también le transmitia una inusual calma a él. En alguna ocasión, mientras tocaba los dedos de Keiko, pudo sentir cómo la chica reaccionaba y hacía un amago de querer apretar su mano. Después de haberla limpiado, la cogió en brazos y la cambió de cama. Las sábanas estaban manchadas también y no tenía demasiadas ganas de andar cambiándolas. Le colocó el pelo con suavidad sobre la almohada y le alisó la falda, llena de manchas también, para no ver algo que, en realidad, ya había visto. Apenas tapó el cuerpo de la chica con la sábana, volvió a escuchar ese sonido. Los tacones. Se irguió sin moverse todavía, esperando a que Mana entrase en la enfermería para poder darse el gusto de volver a echarla. Pero nunca llegó a abrir la puerta. 
Ryu escuchó un ruido metálico y luego, un fuerte clack. Mana había cerrado la puerta de la enfermería con llave. El pelinegro al oírlo ni siquiera se acercó a ver si de verdad había cerrado. Sabía que era una mujer vengativa y, ahora además, sexualmente frustrada, así que seguramente sí había sido capaz de encerrarles allí. Tampoco era algo que le preocupara demasiado. Al menos, no hasta que escuchó otro sonido extraño, como un zumbido. Entonces se dio cuenta de que Mana había encendido el aire acondicionado. Juró en algún idioma que no conocía y, acercándose de unas pocas zancadas hasta la puerta, la golpeó con fuerza. Como respuesta, obtuvo una melodiosa risa de victoria. Esa mujer no lo había hecho por nada. Estaba tramando algo, lo sabía. Los tacones volvieron a alejarse entonces y Ryu se llevó los dedos índice y pulgar al puente de la nariz, apretándolo con fuerza y cerrando los ojos, mientras intentaba pensar o tranquilizarse. Lo primero que hizo después de volver a acordarse de toda la familia de Mana fue sacar todas las sábanas que había en los armarios. Las colocó encima de la ligera manta que cubría a Keiko y la arropó con ellas. No sabía hasta qué temperatura bajaría aquel maldito cacharro, pero seguro que nadie lo paraba hasta la mañana siguiente. Como cada vez que hacía una locura, sus ojos soltaron una chispa de emoción. Se quitó la camisa blanca y apartó todas las sábanas del cuerpo de la chica. Sintió como temblaba ligeramente al sentir el frío repentino. La tapó el cuerpo con su camisa, caliente al haber estado en contacto con su piel, y luego, tras quitarse los zapatos, se tumbó en la cama a su lado. Volvió a echar las sábanas sobre ellos y abrazó el cuerpo de la chica contra su propio calor. Se acomodó en la almohada, mirando hacia la morena, y se quedó durante un rato con los ojos sin despegarse de su piel. Marcando en su memoria de alguna manera cada rasgo, cada curva de sus mejillas y sus labios, cada peca y cada lunar, sintiendo contra su propio pecho cada respiración de la chica. No entendía nada. Ni qué hacía él allí, ni por qué hacía lo que hacía, ni por qué sentía cosas que no podía explicar de ninguna de las maneras lógicas que comprendía. Y necesitaba algunas respuestas que le hicieran darse cuenta o bien de que estaba loco o bien de que acababa de conocer a la única mujer que no podría apartar de su lado jamás.  
                          
¿Estaba muerta y había ido al cielo? La respiración de aquel pelinegro contra su sien era la cosa más dulce que había sentido en su vida. Su rostro moreno tan cerca de ella la hacía sentir una presión en el estómago que supuso, no era por culpa de la herida. Levantó despacio la mano izquierda y se movió un poco para acercarse a su pelo. Rozó su frente con la yema de los dedos y enredó el dedo índice y medio en un mechón que caía con elegancia sobre sus ojos cerrados. El pelinegro respiraba despacio, tranquilo, con los labios ligeramente entreabiertos. Keiko tuvo el irrefrenable impulso de besarle en ese momento. Pero sabía que no podía hacer eso, por lo que se decidió a aguantarse; pero se dio el capricho de rozarle los labios con los dedos. Sintió una descarga por todo el cuerpo que la hizo estremecerse. ¿Por qué sentía de esa manera por aquel hombre? Era completamente irracional e ilógico. Tuvo que cerrar los ojos y apretarlos con fuerza para encontrar la voluntad de apartar la mano de su cuerpo y no seguir tocando su piel. Sin embargo, la situación no hacía que eso fuera precisamente fácil. Sentía el cuerpo del pelinegro, cálido, contra su propia piel. El roce de la camisa contra ella era casi una tortura. El olor del cuello de Ryu hacía que quisiera respirar hondo cada vez más fuerte, más allá de la capacidad de sus propios pulmones. ¿Acaso se había vuelto completamente  loca o era estúpida? Parecía una maldita acosadora de esas que le perseguían por los pasillos y le observaban desde las esquinas. No. Ella era diferente. Ella sabía que sentía algo distinto por él. No era una obsesión para ella. Porque aquella mañana no había sido la primera vez que veía a Ryu. Keiko nunca se había acercado a él como hacían las demás, y no por ingenuidad o por timidez, sino porque ella sabía que Ryu jamás volvería la mirada hacia aquellas chicas. Y ella quería algo más que su desprecio. Desde la biblioteca siempre se había fijado en aquel chico de aspecto macarra y corazón cerrado que se pasaba muchas de las clases durmiendo en el césped del pequeño patio trasero del instituto, bajo la sombra de los árboles que había allí, donde nadie le encontraba para molestarle. Nunca había pensado en él más allá de aquellos momentos, pero sabía que había algo en él que le hacía demasiado interesante, más atractivo para ella de lo que podía ser cualquier otro, y no precisamente por su físico. Eran sus miradas. Demostraba mucho más de lo que pretendía con ellas; eran su forma de decir muchas de las cosas que tal vez, como hombre orgulloso, se callaría. Keiko tenía los ojos de aquel hombre grabados a fuego en la memoria. Y sintió que su corazón daba un vuelco de trescientos sesenta grados cuando él abrió los ojos despacio y la miró directamente.  
- Keiko - susurró, con la voz ronca, carraspeando. 
- Buenos días - le saludó ella, como si aquella situación fuera lo más normal del mundo. 
Jamás habría imaginado que despertaría al lado de él. Sin embargo, ya que la situación estaba como estaba, lo único que podía hacer era tomárselo con filosofía y, sobre todo, seguir al pie de la letra el más importante de sus principios. Ser siempre ella misma. Incluso delante de aquellos brillantes y extraños ojos azules.



Y quiero detener el tiempo, a pesar de que yo sé que seguirá pasando. 

3 comentarios:

  1. Vaya, no me esperaba que empezaras así este relatov pero para nada. Es una grata sorpresa. La verdad. Me a gustado, la verdad. Bastante. Sobre todo la parte de la enfermería.

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    1. Hablando de ser Mr. Sorpresa... Puedo prometer y prometo seguir siendolo.

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    2. Vaya.... intuyo que la sorpresa será para bien no? xD

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