lunes, 8 de abril de 2013

Como un engranaje roto que ha perdido el control.

Se incorporó de un salto, dando un grito ahogado y abriendo los ojos. Siempre tenía aquella sensación de caer al vacío sin remedio antes de despertar. Aunque hacía bastante tiempo que no gritaba el nombre de la chica antes de abrir los ojos. Trató de controlar su respiración, mientras cerraba los ojos y apoyaba la frente en la palma de su mano derecha. Estaba empapado en sudor. Maldijo por lo bajo, apretando los dientes y respiró hondo un par de veces. Sentía la debilidad recorrerle las piernas, y en la espalda, por la zona de la columna vertebral, notaba escalofríos constantes y molestos. Aún le temblaban las manos. Todos aquellos sentimientos que no había podido procesar en el momento en que sostuvo a Keiko entre sus brazos volvían a atormentarle en sus pesadillas una y otra vez. Siempre, siempre era igual. Recordaba los sentimientos que tenía por esa chica, cómo había llegado a ellos pero... siempre acababa recordando, con más fiereza y dolor, lo que sintió cuando la perdió. Era como una maldición. No podía recordar las partes buenas sin que las malas llegaran después. 
Y habían pasado ocho años. 
Desde que se conocieron hasta que sucedió aquello, habían pasado tres años. Tres largos años que había vivido con Keiko. Sin embargo, en sus pesadillas solo podía recordar el comienzo de aquel sueño y el principio de su maldición, nada más. Todos los recuerdos que aún atesoraba por Keiko, eran solamente eso. Recuerdos. Que alimentaban el único sentimiento por el que vivía en ese momento. La venganza. 
Se levantó de la cama con un deje de enfado consigo mismo. Había probado de todo pero nada le hacía dormir tranquilo. Ni pastillas a no ser que fueran para tumbar elefantes, ni mujeres, ni estar desnutrido ni deshidratado. Nada. Había llegado a preguntarse si algún día tendría su redención o tenía que aceptarlo y vivir con aquello el resto de su miserable vida sin futuro. 
Abrió el grifo de la ducha y se metió bajo el agua fría, sin ni siquiera cerrar los ojos. Había olvidado cuándo exactamente aquellos recuerdos al principio dolorosos se habían vuelto fieras pesadillas que le atormentaban con la culpa de la muerte de la chica. Si él hubiera estado allí, si no la hubiera dejado sola, si la hubiera protegido mejor. Todas aquellas suposiciones le asaltaban una y otra vez, sabiendo que la respuesta era siempre la misma. Ella estaría viva. Contuvo un grito de rabia y golpeó la pared con el puño. Ya era demasiado tarde incluso para lamentarse. 
Salió del baño a medio vestir, con los pantalones negros de un fino traje abrochados y la toalla encima de la cabeza, sobre su pelo negro. Entró en la cocina y preparó una taza de café, con muy poco café y mucha leche. Hizo un zumo de naranja con el exprimidor y lo bebió antes que el café. Se apoyó en la encimera con la taza en la mano y suspiró suavemente.  
"No me dejes nunca" Después de decirle aquello, había sido él quien había estado a punto de abandonarla por Sakura. Siempre pensó que no pasaba nada mientras intentaran hacerle daño a él para separarle de Keiko. Sin embargo, cuando las cosas cambiaron y el daño recaería sobre ella, se había acojonado del todo, literalmente.  Nunca debió dejar que Keiko le rescatara de esa mujer. De no haber sido así, Sakura no habría tenido motivos suficientes para matar a la chica. Sin embargo, no había podido imaginar vivir una vida lejos de Keiko. Y en esos años se había demostrado a sí mismo que podía vivir. Aunque la vida que él llevaba tal vez no pudiera llamarse vida.
Descolgó la camisa blanca de seda de la percha y se la puso con elegancia. Abrochó los botones de las mangas y luego los de la camisa empezando por abajo. Colocó la parte de abajo dentro del pantalón y dejó los tres primeros botones sin abrochar. No iba a llevar corbata de todas formas. A donde iba, no la necesitaba. Se estaba vistiendo así por simple costumbre. En realidad al lugar al que iba podría vestirse con unos vaqueros y una camiseta y posiblemente llamara menos la atención. Aunque a él eso de llamar la atención no solo le daba igual, sino que era todo un experto en el tema. Se puso la chaqueta americana negra y cogió uno de los juegos de llaves que había sobre la mesilla del vestíbulo, junto con el reloj con correa plateada y las gafas. No había tenido ganas de ponerse las lentillas y para conducir prefería no jugársela. Cerró la puerta sin usar la llave y bajó en el rudimentario ascensor que tenía hasta el piso de abajo, donde estaba el garaje. Vivir solo en un edificio abandonado a medio construir también tenia sus ventajas. Abrió las puertas del coche más cercano con solo pulsar un botón del mando de las llaves. Al subir metió la llave en el contacto y se detuvo un momento. Miró el reloj y entonces arrancó el motor. 
Ahora había llegado el momento. Le había costado ocho años llegar hasta allí, sufriendo en silencio. Era hora de que quienes le llevaron al infierno, bajaran con él hasta allí. Él se encargaría de ello. 

Respiró hondo cuando la primera puerta metálica se abrió con un estruendoso pitido. El aire del exterior la inundó los pulmones. Si hubiera podido llorar, lo habría hecho. Pero aquella emoción era algo de lo que se la había privado hacía demasiado tiempo. Dos agentes uniformados la siguieron por el camino que unía aquella puerta con la de salida. A ambos lados del camino había vallas metálicas, tras las cuales se abrían los dos patios que había para las internas de la penitenciaría. Odiaba esa palabra. Ella era una chica que llamaba a las cosas por su nombre. Y aquello, solo era una cárcel. 
Muchas mujeres que estaban en los patios en ese momento se acercaron a las vallas a curiosear. Algunas de ellas gritaban, increpando que volvieran a meterla dentro. No era normal que ninguna interna fuera liberada de allí.
- ¡Eh, blandita! - gritó una de ellas cuando la chica pasó de largo delante de ella -. ¡Cuando quieras volver a follar ya sabes donde estoy!
Las otras internas que estaban a su lado soltaron sonoras carcajadas, pero la muchacha no se detuvo hasta que estuvo frente a la puerta. Tras la que se abría su puta libertad. Antes de que la abrieran desde el puesto de control, se giró hacia el grupo de encarceladas. Con una mirada incendiaria en sus pupilas hacia la mujer que la había hablado antes, hizo una mueca de sonrisa cabrona.
- Que te jodan.
Luego la enseñó el dedo medio de su mano izquierda, antes de volver a meterla en el bolsillo del pantalón. La mujer golpeó la verja de metal, gruñendo, intentando alcanzarla, y ella la dio la espalda, ignorándola. Con otro pitido similar al anterior, por seguridad, la puerta se abrió frente a sus ojos. No se pondría nostálgica ni sentimental al salir de la cárcel después de tanto tiempo. Simplemente era un cambio en su vida. Un cambio que, por cierto, no llegaba a comprender del todo. Pero tenía la libertad delante de las narices. Una cosa era ser una chica dura y orgullosa, y otra ser tan gilipollas como para obviar ese hecho y no aferrarse con fuerza a aquella oportunidad que parecía caída del cielo. Apenas puso los dos pies fuera del recinto, la puerta se cerró con estruendo detrás de ella. La chica se giró hacia la puerta. Aquel portazo parecía decir "lárgate", como si la hubieran echado a patadas de allí. Lo suyo la había costado salir. Se colgó en el hombro la bolsa de viaje que llevaba y estiró los brazos. El sol que la cegaba era tan distinto al que veía dentro de los patios de la prisión que la pareció nuevo, como si descubriera algo que nunca antes había conocido. O mejor dicho, que no recordaba. 
La vio salir desde el coche. Llevaba unos pantalones de corte militar y color verde oscuro, unas botas altas de aire también militar y una camiseta básica negra bajo la camisa del mismo color que los pantalones. Pensó que llevaría el pelo recogido. Pero en realidad, no tenía pelo que recoger. Llevaba un corte de chico, no rapado pero sí extremadamente corto, con un flequillo algo más largo hacia el lado izquierdo de la cara que enmarcaba sus ojos. Cuando la conoció, la chica era pelinegra. Ahora llevaba el pelo moreno muy claro, con las puntas del flequillo teñidas de dorado. Parecía una quinqui cualquiera con aquellas pintas, que prácticamente gritaban "acabo de salir de la cárcel". Pero eso a él le daba lo mismo. Estaba allí precisamente por eso. Bajó del coche con elegancia y lo rodeó despacio, hasta apoyarse en la puerta del copiloto y cruzarse de brazos. La chica caminaba de frente hacia él, despacio. Sentiría curiosidad por el único coche en un par de kilómetros a la redonda. Normalmente, para las internas que salían había un coche policial esperando. El hombre se había encargado de que esta vez, no fuera así. Él personalmente recogería a la ex-reclusa.  
Nunca había visto un coche de semejante extravagancia tan de cerca. Era un modelo de esos que solo los ricos y multimillonarios podían permitirse tener; solamente para dos personas, tenia el interior forrado en cuero negro, llantas plateadas que relucían y un color negro metalizado que la recordó al color de las motos. Pero tal vez lo que más llamaba su atención era el hombre vestido con un traje negro y una camisa blanca que esperaba apoyado contra el coche. Estaba allí por ella, lo sabía. Se detuvo al llegar a una distancia prudente de él. Sus ojos no pudieron estarse quietos y le echaron un vistazo. Parecía un empresario podrido en dinero y con otros cuatro coches similares a aquel en el garaje. ¿Qué hacía un tipo como él alli? Entonces el hombre levantó la cabeza. Y la miró directamente a los ojos. La chica sintió un escalofrío y su boca se abrió ligeramente, aunque al final la cerró para tragar saliva, incapaz de decir nada. A través de aquellas gafas de montura metálica fina de color negro, esos ojos azules como el cielo la miraban impasibles, buceando en su interior y haciendo que los recuerdos de una época que quería olvidar salieran a flote de nuevo y le removieran el desayuno en el estómago.    
- Kagura... Ryu - susurró la chica. 
El pelinegro estaba casi irreconocible. Jamás imaginó que un chico como él pudiera estar vestido de aquella manera, pareciendo cuando menos, un hombre de negocios. Además eso, ya no era un chico tal y como lo recordaba. Lo único que quedaba del macarra de instituto que había conocido eran los ojos y el pelo ligeramente más largo de lo normal, de forma rebelde. ¿Cuánto más habría cambiado aquel hombre en esos años? 
- Ohkura Keira - la saludó él, ladeando la cabeza. 
La chica trató de no quedarse mirándole como si fuera estúpida o él fuese un escaparate de muñecos de peluche. ¿Qué demonios estaba haciendo él allí? La última vez que le había visto él sostenía el cuerpo de aquella chica entre sus brazos, sin derramar una sola lágrima. Sintió un pequeño estremecimiento. ¿Había ido a buscarla hasta allí por eso? Cerró los ojos un momento intentando pensar, pero sus ideas no querían ponerse en orden, por lo que sacudió ligeramente la cabeza.
- Eres la última persona a la que esperaba ver aquí - confesó al fin. 
- Espero que no fueras tan ingenua de pensar que esto era cosa de tus padres, ¿verdad?
Su voz sonaba totalmente fría; sin embargo, tenía un matiz que, o bien provocaba escalofríos, o bien querer salir corriendo. Hablando de sus padres, el pelinegro estaba dando un buen golpe donde sabía que a ella la dolía. Esa faceta de cabrón que había tenido ahora era peor todavía. Parecía intentar jugar con ella. Pero Keira solamente contuvo una carcajada sarcástica. 
- Cosa de mis padres es que yo estuviera ahí dentro - respondió, cortante, señalando la instalación penitenciaria a su espalda -. Estaba claro que esto tenía que ser cosa de algún excéntrico. O un loco. -Volvió a mirarle de arriba abajo. Definitivamente se había convertido en uno de esos hombres de negocios que hacían dinero como si fueran máquinas sin ningún tipo de escrúpulo o miramiento.
Ryu permitió que la chica le mirase cuanto quisiera. De todas formas, él también la estaba mirando a ella. Hacía años, esa chica no tenía absolutamente ningún tipo de encanto. Sin embargo, ante él tenía a una persona madura, cuidadosa pero posiblemente loca de remate, y completamente desconfiada. Pero, ante todo, a una mujer. 
- Sube - la dijo entonces, incorporándose y rodeando de nuevo el coche hasta la puerta del conductor. 
- ¿Qué es lo que pretendes, Kagura? - le preguntó directamente.
Él se quedó en la puerta del coche, mirándola fijamente a través de las gafas.  
- ¿Qué? ¿Me tienes miedo, Keira?
- ¿Debería tenerlo, Ryu? 
Pronunciar su nombre la hizo darse cuenta de que el pasado había vuelto al final a por ella. Era el momento de redimir sus pecados.
El pelinegro volvió a echarla un vistazo y al final, la comisura de sus labios se curvó suavemente hacia arriba. 
- No - dijo solamente, antes de subir en el coche y cerrar la puerta con suavidad.  
Keira cerró los ojos con fuerza un momento. ¿Qué había sido aquello? Las miradas de Ryu la quemaban. Eran demasiado intensas. Y por otro lado, sentía como si fueran puñales que amenazaban con clavarse en absolutamente todo su cuerpo hasta... matarla. Sí, tal vez eso era lo que el pelinegro buscaba. Si no, ¿qué otra razón le hubiera llevado hasta ella? El motor del coche arrancando con un suave ronroneo que se convirtió en un gruñido la hizo espabilar. Él esperaba por ella. Fuera lo que fuera por lo que estaba allí, él era la única persona que se acordaba de su existencia. Aunque solo fuera para borrarla del mapa.
Tampoco tengo nada que perder, pensó al decidirse. 
Lanzó la bolsa al interior del pequeño maletero del coche y subió en el lado del copiloto. Al cerrar la puerta no pudo evitar mirar hacia él. Estaba demasiado cerca, aquel cacharro era demasiado pequeño. Quiso apartar la mirada pero no pudo. Aquellos ojos eran como un hechizo para sus sentidos. Y Ryu pareció darse cuenta. Rompió el contacto visual casi al instante, con elegancia, sin mostrar su ligera sorpresa. Hacía muchos años que nadie era capaz de mantenerle la mirada como acababa de hacer Keira. La chica que conoció en el instituto era débil, asustadiza y llorona. No hubiera podido ni siquiera mirarle a la cara, porque imponía demasiado a una chica como ella. Sin embargo ahora, Keira era capaz de mantenerle la mirada de una forma segura y firme. Como hizo Keiko. Debía reconocer que eso le había dejado un sabor amargo de sorpresa
Metió la primera marcha y arrancó. Durante por lo menos quince minutos la chica no vio más que campos y campos desérticos alrededor de la carretera. La penitenciaria quedaba literalmente a tomar por el culo de la civilización. Si alguna tia se escapaba de la cárcel, cosa muy poco probable, lo tenía jodido para llegar viva a la ciudad. Aunque de locos y suicidas estaba el mundo lleno. Empezando por Ryu. Keira no era capaz de alcanzar a entender el por qué, la razón que le hacía llevarla en su coche hasta dios sabía donde sin intentar hacerla nada. No conocía exactamente cómo era Ryu, pero que estuviera allí después de tantos años solo podía significar una cosa. Buscaba venganza. Y ella era la primera a la que iba a matar.
El pelinegro condujo hasta salir de la ciudad. A unos cuantos kilómetros. Había una urbanización que había quedado a medio construir. Los pilares de los edificios estaban asentados pero no había ninguno terminado. Ryu callejeó por la carretera hasta llegar a uno de esos bloques. Era más bajo que los demás, solamente tenía dos pisos. Pero a diferencia de los demás, ambas plantas estaban cerradas con paredes de hormigón. A simple vista también parecia un edificio a medio terminar. Sin embargo, una de las dos puertas de garaje que cerraban la planta inferior se abrió cuando Ryu pulsó un botón. El pelinegro metió el coche en aquel lugar y volvió a pulsar el botón para cerrar la puerta. La planta de abajo era todo columnas que sostenían el edificio. Nada más. No había puertas, ni salidas, solamente unas cuantas ventanas en la parte superior de las paredes. Él se desabrochó el cinturón y bajó del coche. La chica tuvo que pensárselo dos veces pero al final bajó también. Nada conseguía quedándose allí dentro a esperar. Al hacerlo pudo descubrir otros tres coches más además del deportivo, otro más negro, uno color ceniza y un BMW medio todoterreno plateado, y una moto negra metalizada que la hizo recordar aquella que el chico tenía durante la época de instituto. Ryu cerró el coche cuando ella bajó mientras caminaba hacia el otro extremo de la planta. La chica había pensado en doscientas maneras que el pelinegro tenía de acabar con ella pero hasta entonces, todas se habían frustrado. ¿A qué esperaba aquel hombre para hacer lo que quisiera que iba a hacer? Keira le siguió a cierta distancia, hasta llegar junto a él. Pegado a la pared había una especie de jaula de metal con unas cadenas colgadas al techo. La chica le echó un par de vistazos sin saber exactamente qué decir.
- ¿Eso es... tu concepto de ascensor? - le preguntó al final.
- Es útil. Funciona bien -dijo él, subiendo. 
- ¿Es seguro subir ahí? - dudó ella.
- No te matará - aseguró el pelinegro, dejándola hueco para que subiera. 
Keira subió, poniendo un pie dentro, no muy convencida. Él la sujetó de la mano y la obligó a subir con un tirón. Parecía un hombre impaciente. O alguien a quien no le gustaba la gente indecisa. Porque él parecía tenerlo todo demasiado claro. Aquel cacharro empezó a subir con más velocidad de la que ella se había imaginado. Se agarró a la verja y miró hacia arriba, donde se abría el hueco por el que cabía la jaula y les dejaría en el primer y último piso del edificio. 
- ¿Por qué no pones uno que haga menos ruido? - le increpó, tentada a taparse los oídos. 
- Porque así sé cuando llegan las visitas. 
- También podías poner un timbre - hizo notar ella, ahorrándose echarle en cara que estaba podrido en dinero.
- Keira - la miró un momento a través de las gafas -, yo nunca tengo visitas. 
¿Por visitas se estaba refiriendo a enemigos potenciales? La chica alzó las dejás pero no dijo nada; ni que fuera una especie de agente secreto o algo por el estilo. El pelinegro abrió la jaula por la otra parte. La puerta por la que habían entrado antes quedaba cubierta por una pared de hormigón. Tenía que salir por la que ahora se abría a su espalda. ¿Qué demonios era aquello? Ryu era un maldito excéntrico. No sabía si sentía más curiosidad o miedo por lo que aquel hombre pudiera estar pensando en ese preciso momento.
La chica cogió aire antes de entrar. No había puerta. La puerta había sido la verja del propio elevador. Bajar de él suponía pisar el suelo de madera. A unos pocos metros había un escalón. A un lado de éste había unos cuantos pares de zapatos en un armario pequeño y al otro lado, una mesilla alta con unas cuantas cosas variadas, entre ellas cartas y llaves. El pelinegro se quitó los zapatos antes de entrar y no se puso zapatillas. Algo la decía que precisamente él no limpiaba el suelo. Keira se sentó en el escalón para desabrochar los cordones de las botas antes de quitárselas; sino al ponerlas otra vez, serían un lío. Las colocó al lado de los limpios zapatos del pelinegro y subió el escalón. Estaba en un pasillo ligeramente estrecho, donde había empotradas tres puertas correderas de madera, sin espejos, que la hicieron suponer que eran los armarios. Un lugar curioso para tenerlos. El pasillo llevaba hasta una puerta. Sin embargo antes de llegar a la puerta, a mano derecha, había otros dos escalones. Al subirlos confirmó definitivamente que Ryu era un maldito excéntrico. Aunque debía admitir, que era un excéntrico con mucho gusto. No había ninguna habitación en toda la planta. Era todo la misma superficie, con apenas dos muros al lado de los escalones. El que estaba a su lado derecho, que no llegaba ni siquiera a la mitad del apartamento, era un muro con un hueco en medio que daba a la cocina. Girando hacia ese lado estaba la puerta y después otro muro más largo que lo separaba del salón, también con aquella abertura y, en este caso, ventanas correderas. También a la derecha pero más allá del muro estaba el salón. En la pared había colgada una enorme televisión de plasma a una buena altura para los ojos. Frente a la televisión había una mesilla de cristal con reborde metálico negro y un sofá grande. A ambos lados de la mesilla había dos sofás individuales, todos de cuero negro; al lado del sofá individual de la izquierda, había una lámpara de pie, con un estilo contemporáneo bastante extravagante que le hizo preguntarse a la chica si al menos eso daría algo de luz.
Keira no sabía si quería volver la vista hacia la izquierda, aunque lo hizo inconscientemente. Frente a ella, había un par de mesas de trabajo unidas, con dos sillas de despacho y algo de material de oficina. Más a la izquierda, pegada a la pared, en frente del salón, había una cama grande, con una colcha de color azul marino y sábanas del mismo color. La forma en que estaba colocada también era rara. No era la cabecera la que estaba apoyada en la pared, sino el lado derecho de la cama. Un poco más allá de los pies de la cama se abría una puerta más, que correspondía con el otro muro, el que estaba enfrente del de la cocina. El baño. Y en todo el muro que tenía frente a ella, había tres ventanales enormes sin ninguna persiana, ya que nadie alcanzaría a bajarlas desde semejante altura. Aquello era como una fortaleza. Una cara pero agradable fortaleza. 
- ¿Lo has hecho tú? - alcanzó a decir al entrar. 
El pelinegro la esperaba de brazos cruzados, apoyado en el respaldo del sofá más grande. Se había quitado la americana y la había colgado en un perchero que había al lado de la pared, entre las mesas de trabajo y el salón.
- Sí. Yo diseñé los planos. Y lo pagué - añadió, mientras ella volvía a echar un vistazo. 
Keira se dio cuenta entonces de que el sol estaba justamente de ese lado. Cada vez que salía y se ponía, su luz inundaba la casa. Tragó saliva. Los rayos rojizos del atardecer empezaban a llenar aquel lugar. No le gustaba el atardecer. Se giró hacia Ryu y le enfrentó con una mirada segura. 
- ¿Qué es lo que quieres?
Él aguantó la mirada, tratando de ponerla nerviosa. Aunque sabía que con ella, eso no sería fácil. Ya no era la misma que hacía ocho años. No era la chica a la que todos manejaban sin que dijera nada. Ahora, era independiente. Y fuerte. 
- ¿Por qué no empiezas a hacer las preguntas adecuadas?
- No me respondas con otra pregunta - le advirtió. 
- Entonces haz la pregunta correcta - insistió él. 
- ¿Por qué? - preguntó al instante -. ¿Por qué me has sacado de la cárcel?
- ¿Cómo sabes que fui yo?
La chica se exasperó ligeramente. 
- Mis padres jamás lo harían. Renegaron de mi hace mucho tiempo. Y aún no he cumplido las condiciones que impone la ley para que me den la libertad condicional. Aquí huele a dinero de por medio. Y tú estás forrado. 
Él ladeó la cabeza mientras la escuchaba. 
- No se por qué maldita razón, pero... tú has pagado para que yo saliera de ese lugar. Quiero saber por qué.
- ¿Estás segura de que no tienes ninguna conjetura?
El pelinegro se movió despacio hasta la mesa de trabajo. Pasó la mano por encima de la madera y Keira pudo ver un poco más allá algunos bolígrafos, papeles y carpetas. Pero había algo que la cortó la respiración. Un abrecartas. Inofensivo en apariencia pero ella sabía lo que se podía hacer con un instrumento como aquel. Impulsada tal vez por el pánico, la morena se lanzó contra Ryu en un intento por empujarle contra la pared y golpearle la cabeza para dejarlo sin sentido. O en su defecto, para alcanzar ella primero el abrecartas. Cuando quiso pensar que era estúpido que ese hombre la matara en su propia casa, él ya había reaccionado a su ataque. La sujetó por las muñecas con fuerza y giró sobre sí mismo, haciendo que fuera ella quien quedase de cara a la pared. Presionó su cuerpo contra la pared y la levantó las manos para sujetárselas por encima de la cabeza. Ella gruñó, se quejó y se revolvió, pero aquel hombre era increíblemente fuerte.            
- ¿¡Qué demonios estás...!?
El pelinegro presionó más su cuerpo contra el de ella, abriéndole las piernas con la rodilla. Keira hizo fuerza en los brazos para tratar de soltar sus muñecas pero Ryu la tenía completamente dominada en aquella posición.  
- ¿Acaso vas a decirme que nunca te han tenido así?
Él deslizó la mano libre por la espalda de la chica, levantándole la camiseta en el camino. Solo estaba tratando de asustarla un poco, nada más. Ella gruñó de rabia. Los dedos del chico se detuvieron apenas llegaron a la mitad de su espalda, apartándose de golpe como si su piel quemara. Bajó la vista hacia aquel lugar y levantó más la camiseta. 
- Joder - masculló Ryu, tan sorprendido como horrorizado, aunque procuró no demostrarlo demasiado.  Por suerte, ella no le estaba mirando a los ojos.
Keira tenía toda la espalda marcada por cicatrices. Cortes de todo tipo, grandes, pequeños, otros más profundos y otros superficiales. Algunos no se los habrían hecho precisamente con un arma de filo; reconocía las marcas de palos o cinturones. Además había más de una cicatriz que pudo adivinar como quemaduras de cigarrillo. Sus dedos empezaron a acariciar aquellas cicatrices como si trataran de aliviar el dolor que la chica debía de haber sentido cuando se las hicieron. Y ella se dio cuenta. Sintió como el estómago se la encogía y el corazón empezaba a martillearla el pecho. Cerró los ojos con fuerza, conteniendo el aliento. Nadie la había tocado jamás de esa manera.
Por primera vez, el pelinegro se preguntó qué le había pasado a aquella chica durante esos años. Había cambiado demasiado y una persona no cambiaba así como así. Además todas aquellas viejas cicatrices contaban una historia que no sabía si quería saber. Volvió a acariciar las cicatrices con la yema de los dedos, muy suavemente, mientras se acercaba más a ella. La acarició el cuello con la punta de la nariz y luego lo rozó con los labios. 
- Ryu - Keira no pudo contener un suave suspiro, mientras movía la cabeza inconscientemente hacia un lado para hacerle el hueco más accesible al chico y sus agradables caricias.
- Eres sensible - la susurró al oído. 
Keira contuvo un jadeo y se mordió el labio. 
- Maldito cabrón, si solo quieres una tia a la que follarte entonces ve a buscar a cualquier puta pero ¡suéltame! - rugió la chica, volviendo a intentar moverse. ¿Cómo había podido pensar por un solo instante en dejarse llevar por aquel hombre y sus caricias?
- Venganza - susurró de nuevo contra su cuello. Ella dejó de moverse al instante -. Venganza, Keira. Eso es lo que busco. Lo único por lo que vivo
La chica abrió los ojos ante la sorpresa, pero luego los cerró con resignación. Así que allí estaba su castigo. Después de ocho años, había llegado el momento de redimirse. Keira dejó de hacer fuerza y él lo notó. Incapaz de no aprovecharse de ello, el pelinegro giró a la chica entre sus brazos, aún apoyada contra la pared. Se quitó las gafas, tirándolas sobre la mesa, y la miró fijamente. Ella sintió que los ojos de él quemaban aún más si la miraba sin las gafas puestas. 
- ¿Qué vas a hacer? - susurró. 
Él pudo sentir su miedo. Quiso decirla que nada, pero no pudo. Había perdido ese lado cálido que había tenido algun día. Aunque no pensaba hacerla daño, en realidad no había nada que le detuviera para pronunciar las palabras que dijo como respuesta.
- A la cama.
Su voz había sido suave. Una suave orden. Ryu quería saber hasta dónde podía controlar a Keira. Hasta donde podría llegar ella en todo aquello. Además, él era incapaz de mostrar de otra manera que no iba a hacerle ningún daño, que pensaba todo lo contrario. Que quería protegerla, de alguna manera. Con palabras, él jamás podría haberlo dicho. Mucho menos, convencerla de ello. No se veía capaz. Por lo que al final había acudido a la única forma de demostrarla que él no iba a hacerle daño. Necesitaba saber si ella estaba dispuesta a aceptar eso. Vio un montón de cosas en los ojos de la chica hasta que se decidió. Rabia, ira. Pero también resignación y culpa. Ella apartó la mirada al darse cuenta de que él leía en su interior. Se apartó de él y se dirigió hacia la cama, mientras dejaba caer al suelo la camisa verde y se quitaba la camiseta negra. Sin volverse hacia él, levantó la cabeza y suspiró. 
- No será difícil hacer lo que quieres - le dijo, con la voz cargada de un miedo que Ryu no supo interpretar.
La chica se llevó las manos al pantalón pero antes de poder desabrocharlo, las manos del pelinegro la rodearon con suavidad. Keira dio un pequeño salto y tragó saliva. La camisa blanca de seda rozaba suavemente su espalda, como una caricia. Una maldita y agradable caricia.
- No te preocupes de eso. Solo olvídate de absolutamente todo - la susurró al oído, con una voz cargada de sensualidad -. Y déjate a mí. 
Keira cerró los ojos y respiró hondo. Su mundo había ido de malo a peor en apenas unas horas. Y lo peor de todo era que el aliento de Ryu contra su cuello la erizaba el pelo de debajo de la nuca. ¿Por qué un hombre que pretendía violarla le decía cosas como aquella? ¿Y por qué esas cosas y además, esa voz, la tranquilizaban en lugar de asquearla
Tengo que hacerlo. Aunque después quiera matarme... tengo que hacerlo. Porque yo arruiné la vida de esa chica. Y la de Ryu también, fue lo último que pensó antes de que el pelinegro deslizara las manos por su cintura desnuda y desabrochara el botón de su pantalón...        
  
 
 
 

3 comentarios:

  1. Guauuu!! El revoltijo de sentimientos de uno y otro es grande, pero entiendo que es normal con un peso como el que tienen en sus hombros. En cuanto a la casa de Ryu.... me e perdido un poco en la descripción, quizás es por que lo e leido algo rápido. Lo leeré de nuevo a ver si me pasa lo mismo.

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    1. La idea es precisamente que ese revoltijo acabe siendo cero revoltijo, que se aclaren y esas cosas. La descripción es un asco, lo sé, pero no sé como poner lo que yo me imagino. Y no voy a dibujar un planito para ponerlo aquí y que os guieis, sinceramente...

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    2. Jajajajaja, no e pedido un plano. No me gustan xD. en cuanto a la descripción, cuando me lo describiste de viva voz te entendí a la perfección, así que por mi parte eso no es un problema.

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