viernes, 21 de mayo de 2010

Tropezar y caer... por milésima vez.

Una. Y otra. Y otra. Y otra. Y otra.

Y así, una larga listas de otras. Lo peor de todo es que ni siquiera he corrido. Me he tropezado mientras paraba. Cojonudo.
Me levanto. Y vuelvo a levantarme. Y así sucesivamente.
¿Y para qué? Para volver a caer de nuevo. No puedo seguir así, pero tampoco puedo dejar de tropezar.

Esto es un asco.

Me niego. Me niego a seguir teniendo cicatrices en las rodillas de tantas caídas, en los codos de apoyarme o en las manos de rasparme en el suelo. Pero no puedo evitarlo.
Joder. Para una cosa que sé hacer, que es quedarme sentadita en el suelo de donde no me voy a caer, voy y lo hago. Voy, y me levanto. Confiando en que no volveré a tropezar. Y un cuerno.

Aprender de nuestros errores es una de las bases de la vida. Pero cuando te han dado demasiadas ostias, solo puedes dejarte llevar por esos errores y asumir que has perdido, amigo. Y eso es quizá lo más fácil de todo. Lo asumes y ya está. Vive con las consecuencias. Es el camino corto, la solución sencilla, sí. Y la menos dolorosa.

Y entonces solo puedes preguntarte. ¿Por qué? ¿Por qué yo? ¿Por qué no dejo de caerme mientras los demás saltan sin peligro de caerse?

No lo se y ni siquiera se si quiero saberlo. Solo quiero llorar ahora.

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