viernes, 2 de octubre de 2009

No ser de piedra.

A pesar de que la calle es una de las más anchas de la ciudad, siento como si caminara sobre un borde, mirando abajo, manteniendo el equilibrio para no caer en la cuneta que hay al otro lado. Tengo que conseguir volver al cauce de la calle, pero no sé cómo hacer tal cosa. Mis pies se mueven solos entre el tumulto de gente. Hay mucho ruido, pero parece como si mis oídos no escucharan nada de nada. Solo la soledad de mi interior repiquetea en mi pecho. Miro hacia ambos lados de la calzada.
Una chica rubia y alta, con tacones de color rojo, un pantalón blanco y una camiseta ajustada del mismo color que sus zapatos, camina con soltura hacia mí, para pasar a mi lado, rozándome el brazo. Soy capaz de respirar su aroma. Es algo fuerte para mi gusto. Me giro y la miro de nuevo. Esta vez, ya está en brazos de un muchacho más alto que ella, de complexión fuerte y pelo negro. Lleva una camisa azul y unos vaqueros, con unas deportivas elegantes a mi parecer. Unas gafas de sol adornan su pelo azabache. Y sus ojos de un perfecto color marrón oscuro le hacen la clase de chico que cualquiera tacharía de perfectamente bello. Me quedo mirándo cómo se besan ante mis ojos.
Giro la cabeza de nuevo y prosigo mi camino, haciendo malabares para no caer a la cuneta a pesar de que voy caminando por el centro de la calzada. Pero esa cuneta va mucho más allá de lo material o lo territorial. Es mi propia soledad, mi propio miedo. Y no puedo dejarme caer, me digo a mí misma.
La calle sigue abarrotada de gente cuyas caras pasan a mi lado sin reparar en mi existencia. Miles de manos cerradas sobre las de una persona cercana, miles de abrazos, miles de sonrisas y millones de sentimientos. Nunca creí poder ver todo eso en el mismo lugar.
Mi pecho se encoge. Camino más lento, como si quisiera largarme de allí y no pudiera. La soledad me arrastra; es como un vórtice, un agujero oscuro, un incendio que lo arrasa todo a su paso. Y me lleva con él.

Finalmente, viendo mi incapaz de detener ese agujero y ese incendio, me dejo llevar. Mi ánimo se desmorona en pedacitos. Y al verlos repartidos por el suelo me doy cuenta de que no podré volver a unirlos yo sola. Son demasiados. No puedo.

Salgo del tumulto de gente y empiezo a caminar por calles más tranquilas y solitarias. Ahora, la música inunda mis oidos. Las melodías son tristes sonidos lejanos que no significan nada. Me detengo en una pequeña plaza con un par de bancos de madera maciza y unos cuantos arboluchos mal cuidados. Incapaz de seguir.
Todo se desdibuja de repente. Me toco los ojos, buscando la razón de aquello. Y mis manos se empapan en lágrimas.

La debilidad escapa de mis ojos, pero solo por eso no significa que vaya a perderla. Volverá, como siempre. Y como siempre, se quedará.
Sigo caminando. No. No tengo fuerzas, ni ganas. Y de todas formas, tampoco puedo hacerlo, pues mis piernas no se mueven. Yo no tengo voluntad suficiente para hacer que se muevan.
Entonces me dejo caer bajo un arbolucho. Encojo las rodillas y las acerco a mi cara. El pantalón se moja rápidamente, bañado por mis lágrimas. Pero no puedo detener mi llanto. El dolor de la soledad me asalta de nuevo. Todo es demasiado para alguien como yo.

Y solo quiero gritar. Aunque seguramente, nadie lo escucharía.


Nadie puede oír la voz de la soledad.

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