miércoles, 30 de septiembre de 2009

Llora el cielo. Ruge la mar.

Las olas rompen con fuerza en las rocas de la costa. El viento mueve con fiereza esos mechones de pelo que se escapan de su recogido, mientras que su vista sigue fija en la bravura del mar esa tarde. Las nubes ocultan la puesta del sol. Tendrá que esperar al amanecer de un nuevo día para volver a ver esa radiante luz de la que llamamos la gran estrella.
Los pliegues de su vestido se arremolinan en sus tobillos, pero los tirantes del mismo no se mueven en absoluto. Cierra los ojos y respira hondo; el aire entra en sus pulmones de forma violenta. De esta forma no consigue calmar el latir de su corazón.


A pesar de la inestabilidad del tiempo, el viento le sienta realmente bien. No sabe qué hacer. El cuerpo le pesa y siente una ligera presión en el pecho que le indican que lo que siente por la dueña de aquel vestido azul no es ninguna tontería. Sus manos se aferran a la barandilla. Desvia su vista hacia la arena de la playa, tratando de buscar quizá una manera de abrir su corazón mediante las palabras adecuadas. Pero no escucha más que el grito del mar y el susurro de su corazón.


No sabe si mirarle. Siempre la ha gustado contemplarle mientras tocaba, era algo que la hacía sonreir y sentirse la dueña del mundo. Pero ahora que debía mirarle para decirle todo cuanto ansiaba, su vista se queda clavada en la espuma de las olas que rompen, una tras otra, inexorablemente, contra las rocas. Se coloca el pelo detrás de la oreja, rozando las tres piedrecillas de colores que lleva como pendientes; un regalo de su madre. La recuerda un momento, a ella y a su capacidad de ser firme y decidida. Ella también lo es; pero en ese momento, sus capacidades brillan por su ausencia. Porque está con él.


Porque está con ella. Por eso no puede decir cosas a lo loco o sin pensar. Pero por más vueltas que le da, nada se le ocurre. Entonces lentamente, desliza la mano izquierda sobre la baranda y la acerca un poco más a su brazo. Luego, la retira y la pone de nuevo en su sitio.


Cansada de estar de pie, pero sin querer marcharse jamás de allí, se apoya en la baranda con las dos manos, imitándole a él, pero sin dejar de mirar el horizonte. Ver sus ojos haría que cualquier viandante escuchara los latidos de su desenfrenado y salvaje corazón.


Finalmente, su mano toma las riendas de su razón y se vuelve a acercar a ella. Aún sin fijar su vista en las pupilas azules de la niña, la toma con suavidad de la mano, poniendo la suya encima. Cuando siente el cálido abrazo de la mano blanquecina de ella devolverle aquella caricia, le regala una sonrisa al mar.


Un escalofrío la recorre. Esta refrescando. Su mano se cierra sobre la de aquel muchacho sin ni siquiera dudar. Le da un pequeño gracias al mar y siente sus mejillas calientes. Seguro que ese color rojo que las adorna no es para nada algo que la siente bien. Pero el roce de esa mano, fuerte, decidida, protectora y cálida, simplemente hace que todo lo demás tenga sentido y valga la pena.



Solo un roce. Después una mirada. Una sonrisa. Un beso.


El mar ruge bajo sus ojos; el cielo empieza a llorar la pérdida de una estrella que se enamoró de un hombre, el cual la secuestró para amarla hasta el fin de los tiempos y jamás dejarla regresar al firmamento donde, triste y solitaria, brillaba tenuemente cada anochecer.

1 comentario:

  1. yo te he dicho ya que te quiero no?
    porque si no te lo he dicho,es para matarme.
    Me encanta,cariño
    de verdad,me ha echo removerme por dentro,
    no sé,a sido super especial :)
    te quiero mucho!

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