Es difícil hacerse a la idea de que, a todo juguete, le llega la hora de dejar de funcionar. Cuando un tiovivo da vueltas y vueltas, haciendo sonar una peculiar musiquilla mientras los niños que están subidos ríen y saludan hacia alguna parte donde se supone que están sus padres, es cuando aún funciona. Pero llega un momento en el que los niños se bajan y no vuelven a subir. Nunca más.
Entonces el tiovivo queda muerto; no es más que un juguete roto que no pinta nada en ningún lugar, esperando inútilmente quizá, a que los niños vuelvan algún día.
El polvo se acumula sobre él, la tristeza que lo invade le consume, y piensa que para qué construirían un tiovivo si nadie se iba a acordar nunca de él.
Lo único bueno que tienen los tiovivos, es que no pueden llorar. Sino, todos y cada uno de ellos, sangrarían lágrimas.
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